Ruta imprevista

Muchos pensaron y algunos incluso le advirtieron que era una ruta peligrosa, sobre todo considerando la falta de experiencia del muchacho. El trayecto era de elevada complejidad. Tan solo llegar al punto de partida ya se podía considerar una hazaña, teniendo en cuenta la gran distancia que había entre ese hito y el campamento popular. Antes de él solo dos personas habían marchado sobre aquellos agrestes parajes: un suizo y una francesa, ambos expertos senderistas.

Él, por otro lado, era joven, ignorante, impulsivo. Quería demostrar que tenía lo necesario para jugar en las grandes ligas. Llegando al inicio de lo que muchos llamaban con temor «el camino de los susurros» enfiló hacia el norte, alejándose del territorio conocido. Esa era su meta, improvisar una ruta y dejar huella como pionero.

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Dos días habían pasado y el joven, aunque no arrepentido del todo, empezó a dudar de su ambición. El terreno era muy escarpado. La vegetación, complicada, y el viento un latigazo imparable. Nada imposible, en todo caso. La montaña ofrecía lugares para guarecerse de la hostilidad de la naturaleza, pero sentía un abandono terrible. A ratos creía estar caminando en una especie de limbo del cual no iba a ser capaz de escapar.

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En el cuarto día comprobó que los rumores eran ciertos. Pese a no haber seguido la ruta tradicional, podía escuchar los susurros. A veces eran risas. Juraba que sí. Los días eran una turbia acuarela que se mezclaba y difuminaba con las noches, momento en el cual le costaba conciliar el sueño y, cuando lo hacía, tenía una vorágine de pesadillas en las que era perseguido por seres amorfos. Algunos reptaban los peñascos y tenían rostros como el de los tiburones.

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En el quinto día supo que algo lo llamaba. ¿Lo sabía realmente o no? La duda hizo que los otros se burlaran y él caminaba más rápido. Más rápido. Más… hasta ese destello amarillento al otro lado del túnel. Sabía que era ahí, ese era el lugar. Al salir a la intemperie lo vió y se rió a carcajadas, luego tosió como si fuera a desangrarse. Había encontrado un inmenso cráter lleno de agua, pero era… ¿dorada? No le importó. Llevaba horas con una carraspera intensa, le picaban los ojos y tenía secas las mucosidades de la nariz. Se zambulló sin pensarlo.

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—Mañana empiezan a cercar el terreno. Será de tres a cinco kilómetros a la redonda.

—Creo que es un poco exagerado. Aparte de nosotras, ¿quién podría terminar aquí? Estamos en la nada misma.

—Hace un par de meses una pareja de europeos pasó bastante cerca. Es cuestión de tiempo —sentenció una de las científicas, y después de unos segundos añadió—. Su alcance es de varios kilómetros. Nadie sabe por qué el gas tóxico emana de este cráter, pero causa alucinaciones espantosas. Ten cuidado y aléjate de la orilla. El traje y las máscaras que tenemos no servirían de nada si caemos. Nos sería imposible trepar de vuelta.

Ambas contemplaron el espeso humo amarillo que emanaba de aquel abismo y sintieron escalofríos. Era tan denso que no había manera de ver en su interior, pero se les pasó por la cabeza una macabra posibilidad. Podía ser que el lugar ya fuera un horrible cementerio.

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