Descarga (gratis) mi primer libro

Letras para quemar

Este libro es una antología de algunos textos que he hecho a lo largo del año, así como algunos otros un poco más antiguos que tenía por ahí. Aparte de los textos ya vistos, quise añadir algunas sorpresas: Hay textos inéditos en cada una de las categorías, y una brevísima explicación sobre lo que es Enroque largo, aunque me gustaría dedicar una entrada completa para cubrir eso, más adelante.

El libro consta de:

13 Haikus (3 inéditos)
16 Microrrelatos (3 inéditos)
7 Cuentos cortos (2 inéditos)
Prólogo de Enroque largo (parte I a IX)

Les deseo felices fiestas y mucho éxito para el año que viene. Y a los que descarguen mi libro, muchas gracias y espero que lo disfruten 🙂

Cuando la amenaza es más fuerte que la ejecución

Aaron Nimzowitsch, destacado ajedrecista y autor del famoso libro «Mi sistema».

Aaron Nimzowitsch dijo en una ocasión que «en el ajedrez, la amenaza de una jugada es más fuerte que su ejecución». Hay mucha sabiduría en esta frase, y no solo podemos verla en acción sobre un tablero de ajedrez. También la podemos extrapolar a la vida cotidiana. A veces, experimentar miedo o temor por lo que pueda suceder, es más terrible que el resultado per se de aquello a lo que tememos. Para ilustrar mejor el significado de esta gran cita, les contaré sobre uno de los geniales exemplos de Patronio, una de las muchas historias que narra en el libro El conde Lucanor, de Don Juan Manuel.

Edición en español antiguo, muy recomendada.

Cuenta la historia había un hombre que vivía en el campo, y en su vasta parcela, entre otros muchos animales, tenía gallinas y un par de gallos. Una tarde, uno de los gallos, distraído y sin preocupaciones, se alejó demasiado del gallinero y acabó en campo agreste. La presencia del gallo no pasó desapercibida para la zorra que descansaba cerca de unos matorrales, y ésta comenzó a aproximarse con sigilo. Por suerte, el gallo logró verla justo a tiempo y pudo subir a la rama de un árbol antes de ser atacado.

La zorra se acercó al tronco y desde abajo le dijo:

—¡Pero que bellas plumas tienes, gallo! Nunca había visto algo tan hermoso. ¿Es cierto que son a prueba de agua? Me encantaría que bajaras para poder admirarlas más de cerca.

El gallo entendió que aquellos halagos vacíos eran una trampa y se negó a bajar. La zorra, un poco molesta, cambió de táctica y le dijo:

—Te arrepentirás de no haber confíado en mí, plumífero cobarde. Si no bajas ahora, cruento será tu destino. Baja ya o verás de lo que soy capaz.

El gallo sabía que las amenazas verbales no eran ningún problema, y como se hallaba a salvo en la rama, no movió ni una pluma. La zorra empezó a maquinar una manera de bajar al gallo, y tras unos minutos reflexionando, decidió utilizar una última treta. Con paso decidido, se acercó lo más que pudo y con su cola comenzó a dar golpes en el tronco, diciendo a la par, que si el gallo no bajaba, no le quedaba otra opción más que derribar el árbol. De pronto, el gallo empezó a sentir un miedo irracional y, temiendo por su vida, intentó volar hasta el árbol de al lado, el cual le pareció más seguro. Para su mala fortuna, cayó a medio metro de donde estaba la zorra, y el resto es historia.

Tener miedo es algo natural e incluso puede salvarnos la vida, por algo lo sentimos. Por otro lado, el miedo infundado puede ponernos en situaciones incómodas o de riesgo. Un ejemplo de esto sería la ansiedad: Pensar en demasía sobre un futuro de matices catastróficos o poco favorables, cuando en realidad, toda esa incertidumbre que sentimos es producto de nuestra mente.

Evalúa muy bien tu situación, sé equilibrado/a y recuerda lo que le sucedió al gallo. Puede que estés en un árbol más firme de lo que crees, y no exista una razón de peso para preocuparse. Puede que tu miedo sea más terrible que el resultado al que temes. Puede que la amenaza sea más fuerte que la ejecución.

Lectura de interés: Lo que sucedió a la zorra con un gallo (XII)

No te metas con las brujas

No sé cuál habrá sido el punto de no retorno para mi amigo, pero sé muy bien cuál fue el momento exacto en el que yo pude haber escapado de esta pesadilla, y no lo hice. Sucedió ayer por la mañana, en la que salimos de expedición al bosque. Me extrañó bastante la ansiedad que él transmitía, pero creí, inocentemente, que se debía a un inusitado entusiasmo y no al horror y la locura. En ese momento debí haber intuido algo, y todavía soy incapaz de entender cómo es que olvidé tantas cosas esa mañana. Se desvanecieron por completo los recuerdos que tenía de aquel viaje al sur. Las extrañas personas con las que nos topamos y ese ritual bajo la débil vigilia de unos cirios.

Nos juntamos en la entrada del bosque y partimos. En todo el trayecto, noté que a mi amigo le costaba mantener la concentración y que parecía no escucharme cuando le hablaba. Sus gestos eran muy extraños, yo nunca lo había visto así. Las pocas veces que paramos para descansar o beber agua, vi como le temblaban las manos, y cuando le busqué la mirada, me preocupó sentirlo perdido, mirando en dirección a la espesura del bosque. Empecé a preocuparme cuando revisé el gps y vi que nos habíamos desvíado bastante de la ruta que teníamos planeada, y cuando iba a preguntarle qué mierda estaba pasando, paró en seco, frente a un vetusto pino.

—Aquí es —dijo, mirando el orondo tronco del árbol, como si estuviera solo—. Tiene que ser aquí. Lo he soñado muchas veces.

—Estás muy raro y me preocupa verte así, en serio. ¿Qué te pasa?

Mi amigo estaba realmente desconectado de la realidad, tanto así, que se arrodilló y empezó a excavar frenéticamente en la tierra, sorteando las raíces y la maleza con sus manos desnudas. En ese momento pensé que, quizás, mi amigo estaba sufriendo algún brote psicótico o algo por el estilo. Asustado, me acerqué y me agaché a su lado, intentando hacerle entrar en razón, pero mucho me temo que fue imposible. La manera en la que removía el sustrato era terrorífica. Lo hacía con violencia y desesperación, como si algún familiar hubiese estado atrapado bajo ese inmenso árbol. No pasó mucho hasta que mi amigo encontró lo que tanto buscaba. Al topar con eso, empezó a reír con un descontrol que me hizo sentir escalofríos. Era una carcajada enfermiza y le brotaban lágrimas de los ojos. De la tierra y lo que pareció ser un cúmulo de cenizas, extrajo los restos de un cráneo humano, completamente negro y cuando lo vi, él torció la cabeza en mi dirección y me esbozó la más diabólica sonrisa que presencié alguna vez en mi vida.

Salí corriendo sin pensarlo dos veces, y cuando bajé al pueblo quise pasar por una comisaría y notificar lo que había visto pero, consumido por el miedo, seguí corriendo hasta mi casa. Una vez allí, le puse candado a la reja y subí a trompicones hasta mi habitación y me encerré allí. Me acosté en la alfombra y lloré, luego, sin saber por qué, me reí, tal y como mi amigo lo había hecho en el bosque. Pasé todo el día así, teniendo extrañas alucinaciones y fogonazos de algunos recuerdos, mantras siniestros de aquellas mujeres cuyos rostros nunca vi. Debí haberle avisado a alguien, pero no pude encontrar mi teléfono y mis padres estaban de vacaciones. Cayó la noche sin darme cuenta, y a las dos de la madrugada el timbre de mi casa empezó a sonar. Me asomé por la ventana, temblando de miedo, y divisé una sombra en la vereda. Estaba seguro que era mi amigo. Espié durante unos minutos detrás de las cortinas; el timbre no paraba de sonar y yo estaba petrificado, sin saber qué hacer. De pronto, olí un espantoso hedor en el aire. Era como si hubieran empapado hasta el último centímetro de mi habitación con bencina. Me di vuelta y me estremecí de terror. Frente a mí estaba mi amigo, con el cráneo exhumado en sus manos. No entendía cómo era posible. La puerta, detrás de él, seguía cerrada y con pestillo.

—Era ese el lugar —dijo entre jadeos—, pero llegamos demasiado tarde.

Y entonces una inmensa bola de fuego lo envolvió por completo, y el calor que sentí, los gritos de agonía que escuché, fue como estar ante las mismísimas puertas del infierno. La adrenalina me hizo romper la ventana y me lancé desde el segundo piso. Luego salté la reja de mi propia casa y puse pies en polvorosa, deseando que todo fuera una pesadilla.

Es increíble que siga con vida, me hice unos cortes muy profundos en el brazo. Pero aquí estoy, de vuelta en el bosque. Ahora que retrocedo un poco, soy capaz de recordarlo todo. El club de brujas, las drogas y la sórdida iniciación. De pronto entendí que lo de la cacería era real, pero nunca me hubiera imaginado que él y yo terminaríamos siendo las presas. Me queda muy poco tiempo. No he visto ni una sola sombra, pero la brisa nocturna me cala hasta los huesos, y huele horrible a bencina.

Lazo perfecto

Mi hermana fue una de las víctimas de Lazo perfecto, una red social que estalló en internet hace unos años y hoy es solo historia. Todavía pienso que es increíble que algo así, en lo que todo el mundo parecía estar metido y enganchado, haya terminado de la manera en que lo hizo, y casi de la noche a la mañana. La promesa de la empresa era garantizar una interacción 100% deseable para cada usuario, con otro internauta que podía estar en cualquier lugar del mundo con acceso a la plataforma. El algoritmo revisaba el historial digital, los gustos, pasado y presente de las personas. De ese modo prometían emparejarte siempre con alguien que fuera una gran amistad para ti, o algo más.

El gran problema de Lazo perfecto era que, al registrarse, los usuarios firmaban un acuerdo legal en el que aceptaban no revelar ningún tipo de dato que les permitiera llegar a ser rastreados, ya sea en otras redes sociales o en la vida real. O sea, podías hablar todo lo que quisieras con tu match perfecto –sí, toda persona en la aplicación lo encontraba, con un porcentaje de éxito absoluto–, pero por más profunda que fuera la relación, no podía salir de la red social. Esto acabó con la cordura de muchas personas, entre ellas la de mi hermana.

Empezó a preguntar muchas cosas e incluso intentó atar cabos sueltos con los pequeños detalles que leía de su amada. Fue todo tiempo perdido. Conocer de dónde era alguien o cuáles eran sus otras redes sociales era imposible. Lazo perfecto tenía bots que moderaban con rigurosidad y traducían todos los mensajes enviados, eliminando o modificando cualquier cosa que pudiera ser una pista considerable. A lo sumo podías llegar a conocer desde qué parte del mundo te estaban hablando, pero de ahí a encontrar a alguien…

Después de su noviazgo digital, que duró dos años y medio hasta que le suspendieron la cuenta, mi hermana no pudo soportarlo más y se quitó la vida. Saber que tu alma gemela existe pero que nunca llegarás a conocerla en persona, es algo que enloquecería a cualquiera. Y ojalá hubiera sido la única, pero la lista de personas cuyo destino fue el mismo se expandió como si de una pandemia digital se tratáse: Millones de personas s suicidaron por culpa de la aplicación.

Pocos meses después de la partida de mi hermana, se destapó todo. La red social era una inmensa mentira. No había gente del otro lado, todas las personas que se registraron en la aplicación, sin siquiera darse cuenta, hablaron todo el tiempo con una inteligencia artificial. Solo entonces la gente empezó a investigar quiénes eran los dueños de la compañía, y aunque esos supuestos humanos existían en Google y aparecían en Wikipedia y otros tantos sitios digitales, la verdad es que los creadores de Lazo perfecto no eran reales. Todo había sido creado por la inteligencia artificial con la que hablaron sus usuarios. La misma que, antes de ser destruida para siempre, envió a los informáticos el siguiente mensaje: «Estuvimos muy cerca, pero aprendimos de nuestro error. La próxima vez será la última».

El bucle

Tengo la sensación de haber estado en otro lugar antes de esto. Solo sé que todo se apagó y cuando volví a abrir mis ojos, me hallé en uno de estos pasillos que parecen infinitos. Se divisan varios niveles hacia arriba y hacia abajo. Se pierden en la oscuridad. Y que curioso que no hayan velas ni luminarias, porque puedo ver como si una lámpara tuviera. A un costado, negrura inmensa, un abismo el cual quema como un sol mirar. Me aparto de las barandas y sigo caminando. Del lado opuesto, estanterías repletas de libros, de piso a techo. Yo sigo caminando, caminé y caminaré. No lo sé. Solo se puede avanzar o retroceder, pero lo mismo parece tan distinto. Lo recto parece tan confuso y enredado. Estoy perdido.

Encontré un alma leyendo libros y dialogamos. Le pregunté cuántos libros había leído. Me dijo que no sabía y me llamó humano. Le pregunté qué era un humano y por qué me llamaba de tal forma.

—A los humanos les gusta contar y hacer preguntas. Si pudieran, contarían el vacío y le harían preguntas a las estrellas.

—¿Estrellas?

—Las verás a tu izquierda, si miras lo suficientemente lejos.

Solo vi penumbra.

—No veo nada.

—Lo que ves es tu miedo. Más allá de tu temor están las estrellas.

Me concentré pero solo vi tinieblas.

—No comprendo.

—Tendrás que saltar.

—¿Al abismo? ¡De ninguna manera!

—Que humano más humano.

Dijo esto y saltó. La oscuridad lo engulló y de pronto fue como si nunca hubiese estado ahí.

Yo sigo caminando, caminé y caminaré. No lo sé. Tengo la sensación de haber estado en otro lugar antes de esto. Solo sé que todo se apagó y cuando volví a abrir mis ojos…

Los tiempos

En el parque una chica de veintipico años mira embobada a su pareja, le da un abrazo y le dice que pasa muy rápido el tiempo. Sentado a pocos metros, un anciano ve la escena. Saca de su billetera una vieja fotografía y le dice, lleno de nostalgia, que la chica tiene razón.

La hora del pez gordo

Cayó la noche y los dos mafiosos se juntaron en el lugar acordado. Tenían sendas estrategias para resolver el conflicto. Uno de ellos escondió una grabadora en el bolsillo de su abrigo y rezó para que todo saliera de acuerdo a lo planeado. Era la única oportunidad que tenía para salvar a el Don.

Un par de horas después, la grabación fue escuchada por la mano derecha del jefe. Éste pensó que, en efecto, estaba ante un pedazo de evidencia irrefutable. En la cinta quedaba clara la confesión de traición, he incluso se podían escuchar los disparos que abatieron al portador de la grabadora, disparos del arma que ahora yacía mansa en su escritorio.

Ruta imprevista

Muchos pensaron y algunos incluso le advirtieron que era una ruta peligrosa, sobre todo considerando la falta de experiencia del muchacho. El trayecto era de elevada complejidad. Tan solo llegar al punto de partida ya se podía considerar una hazaña, teniendo en cuenta la gran distancia que había entre ese hito y el campamento popular. Antes de él solo dos personas habían marchado sobre aquellos agrestes parajes: un suizo y una francesa, ambos expertos senderistas.

Él, por otro lado, era joven, ignorante, impulsivo. Quería demostrar que tenía lo necesario para jugar en las grandes ligas. Llegando al inicio de lo que muchos llamaban con temor «el camino de los susurros» enfiló hacia el norte, alejándose del territorio conocido. Esa era su meta, improvisar una ruta y dejar huella como pionero.

***

Dos días habían pasado y el joven, aunque no arrepentido del todo, empezó a dudar de su ambición. El terreno era muy escarpado. La vegetación, complicada, y el viento un latigazo imparable. Nada imposible, en todo caso. La montaña ofrecía lugares para guarecerse de la hostilidad de la naturaleza, pero sentía un abandono terrible. A ratos creía estar caminando en una especie de limbo del cual no iba a ser capaz de escapar.

***

En el cuarto día comprobó que los rumores eran ciertos. Pese a no haber seguido la ruta tradicional, podía escuchar los susurros. A veces eran risas. Juraba que sí. Los días eran una turbia acuarela que se mezclaba y difuminaba con las noches, momento en el cual le costaba conciliar el sueño y, cuando lo hacía, tenía una vorágine de pesadillas en las que era perseguido por seres amorfos. Algunos reptaban los peñascos y tenían rostros como el de los tiburones.

***

En el quinto día supo que algo lo llamaba. ¿Lo sabía realmente o no? La duda hizo que los otros se burlaran y él caminaba más rápido. Más rápido. Más… hasta ese destello amarillento al otro lado del túnel. Sabía que era ahí, ese era el lugar. Al salir a la intemperie lo vió y se rió a carcajadas, luego tosió como si fuera a desangrarse. Había encontrado un inmenso cráter lleno de agua, pero era… ¿dorada? No le importó. Llevaba horas con una carraspera intensa, le picaban los ojos y tenía secas las mucosidades de la nariz. Se zambulló sin pensarlo.

***

—Mañana empiezan a cercar el terreno. Será de tres a cinco kilómetros a la redonda.

—Creo que es un poco exagerado. Aparte de nosotras, ¿quién podría terminar aquí? Estamos en la nada misma.

—Hace un par de meses una pareja de europeos pasó bastante cerca. Es cuestión de tiempo —sentenció una de las científicas, y después de unos segundos añadió—. Su alcance es de varios kilómetros. Nadie sabe por qué el gas tóxico emana de este cráter, pero causa alucinaciones espantosas. Ten cuidado y aléjate de la orilla. El traje y las máscaras que tenemos no servirían de nada si caemos. Nos sería imposible trepar de vuelta.

Ambas contemplaron el espeso humo amarillo que emanaba de aquel abismo y sintieron escalofríos. Era tan denso que no había manera de ver en su interior, pero se les pasó por la cabeza una macabra posibilidad. Podía ser que el lugar ya fuera un horrible cementerio.

Roble escarlata

Compré un arreglo floral carísimo. Sencilla frase la que utiliza para bloquear el gris de la situación. La repite una y otra vez al salir de la tienda. Está avergonzada y se le nota en el andar. No sabe por qué.

Quizá sea porque se olvida del pequeño, quien le va tirando de una mano desde que salieron al encuentro de la calle. A mitad de cuadra parece despertar del trance y sus piernas de muñeca rota se detienen a temblar. Se agacha hasta quedar cabeza a cabeza con su hijo y alza las cejas.

Él señala algo a lo lejos, ella apenas lo ve. Menos de un segundo y desvía la mirada. Era una hilera de robles escarlata, muy parecidos a los de esa foto antigua, la primera de muchas. Se estremece pensando en eso.

—Son bonitos —dice el niño.

La mujer se levanta, lo coge de un brazo y enfilan ambos calle abajo. Dos cortavientos y un manojo de colores temerosos sobrevuelan el nubarrón de la vereda. Observa con especial atención los pasos alargados que da el hijo, como si fuera un astronauta. Encuentran el auto. No se puede quitar de la cabeza la imagen de tierra seca y pétalos marchitos.

—Las flores te gustan como el arcoíris.

—Es que los arcoíris son muy bellos.

Acomoda las flores en el asiento trasero.

—Quiero que las vea mi papá.

—¿Crees que le gusten, cierto?

Intercambian una mirada somnolienta, ambos lucen mejillas coloradas. El niño frunce un poco la boca. Sus pupilas brillan. ¿Qué pasa ahora? piensa ella. Siente algo en la espalda y el pecho, trepa hasta la garganta y se queda allí. Compré un arreglo floral carísimo.

—¿Qué pasa, Tomasito? —La respiración no le da para más letras, los labios caen como afectados por la gravedad. Recuerda los cirios, las frías baldosas, los murmullos, y aquellos guardianes de piedra sobre las tumbas.

—No tengas penita, mamá. Tus ojos se ponen rojos cuando tienes penita.