Roble escarlata

Compré un arreglo floral carísimo. Sencilla frase la que utiliza para bloquear el gris de la situación. La repite una y otra vez al salir de la tienda. Está avergonzada y se le nota en el andar. No sabe por qué.

Quizá sea porque se olvida del pequeño, quien le va tirando de una mano desde que salieron al encuentro de la calle. A mitad de cuadra parece despertar del trance y sus piernas de muñeca rota se detienen a temblar. Se agacha hasta quedar cabeza a cabeza con su hijo y alza las cejas.

Él señala algo a lo lejos, ella apenas lo ve. Menos de un segundo y desvía la mirada. Era una hilera de robles escarlata, muy parecidos a los de esa foto antigua, la primera de muchas. Se estremece pensando en eso.

—Son bonitos —dice el niño.

La mujer se levanta, lo coge de un brazo y enfilan ambos calle abajo. Dos cortavientos y un manojo de colores temerosos sobrevuelan el nubarrón de la vereda. Observa con especial atención los pasos alargados que da el hijo, como si fuera un astronauta. Encuentran el auto. No se puede quitar de la cabeza la imagen de tierra seca y pétalos marchitos.

—Las flores te gustan como el arcoíris.

—Es que los arcoíris son muy bellos.

Acomoda las flores en el asiento trasero.

—Quiero que las vea mi papá.

—¿Crees que le gusten, cierto?

Intercambian una mirada somnolienta, ambos lucen mejillas coloradas. El niño frunce un poco la boca. Sus pupilas brillan. ¿Qué pasa ahora? piensa ella. Siente algo en la espalda y el pecho, trepa hasta la garganta y se queda allí. Compré un arreglo floral carísimo.

—¿Qué pasa, Tomasito? —La respiración no le da para más letras, los labios caen como afectados por la gravedad. Recuerda los cirios, las frías baldosas, los murmullos, y aquellos guardianes de piedra sobre las tumbas.

—No tengas penita, mamá. Tus ojos se ponen rojos cuando tienes penita.

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